Las dimensiones del principio de seguridad jurídica en la actividad regulatoria

The dimensions of the principle of legal certainty in regulatory activity

 

Benjamín Marcheco Acuña

 

 

 

 

 

 

 

 

Derecho Crítico: Revista Jurídica Ciencias Sociales y Políticas
Fecha de recepción: 05/09/2024
Fecha de aceptación:20/10/2024



Las dimensiones del principio de seguridad jurídica en la actividad regulatoria

The dimensions of the principle of legal certainty in regulatory activity

Benjamín Marcheco Acuña, PhD.[1]

Como citar: Marcheco Acuña, B. (2024) Las dimensiones del principio de seguridad jurídica en la actividad regulatoria. Derecho Crítico: Revista Jurídica, Ciencias Sociales y Políticas. 6(6) 1-39. DOI: https://doi.org/10.53591/dcjcsp.v6i6.2012

 

Resumen: Este artículo aborda la proyección del principio de seguridad jurídica en la actividad regulatoria de la Administración y los principales desafíos que su realización práctica afronta, con especial énfasis en la realidad ecuatoriana. Partiendo de su definición como principio y como un valor fundamental del Estado constitucional, en tanto garantía de la confianza de los ciudadanos en la actuación cierta y previsible de los poderes públicos en la aplicación del derecho, se abordan sus principales características y las dimensiones sobre las que se proyecta, destacando su importancia para garantizar un ordenamiento jurídico coherente y estable. Así mismo, se identifican algunos desafíos contemporáneos que enfrenta el principio de seguridad jurídica como la sobrerregulación, la inestabilidad normativa, la falta de claridad del lenguaje jurídico o el acceso deficitario publicaciones de la legislación vigente, que comprometen su efectividad. El texto propone soluciones prácticas para enfrentar estos retos, que incluyen la depuración y ordenación de las normas o herramientas de mejora regulatoria, con el propósito de contribuir al desarrollo del conocimiento en esta materia y al perfeccionamiento del sistema jurídico.
Palabras clave: seguridad jurídica, previsibilidad, certeza, regulación administrativa.

Abstract: Abstract This article examines the projection of the principle of legal certainty within the regulatory activity of the Administration and the main challenges its practical realization faces, with a special emphasis on the Ecuadorian context. Starting from its definition as a principle and as a fundamental value of the constitutional state, as a guarantee of the citizens' trust in the certain and predictable actions of public authorities in the application of the law, the article discusses its main characteristics and the dimensions upon which it projects, highlighting its importance to ensure a coherent and stable legal system. Likewise, it identifies some contemporary challenges that the principle of legal certainty faces, such as overregulation, normative instability, the lack of clarity in legal language, or the deficient access to publications of current legislation, which compromise its effectiveness. The text proposes practical solutions to address these challenges, including the purification and organization of norms or regulatory improvement tools, aimed at contributing to the academic debate on the subject and the enhancement of the legal system.
Keywords: legal certainty, predictability, certainty, administrative regulation.

INTRODUCCIÓN

El principio de seguridad jurídica, identificado tradicionalmente con la idea de la certeza y la previsibilidad del derecho, que permite a los ciudadanos conocer y confiar en las actuaciones de los poderes públicos, constituye no sólo un mecanismo de salvaguarda contra la arbitrariedad, sino que es, en sí mismo un valor y un instrumento esencial para la realización del resto los valores constitucionales. En su caracterización, barca tanto una dimensión externa -relacionada con la estabilidad y calidad del ordenamiento jurídico-, como una interna, que concierne a la aplicación y funcionamiento del derecho.

El principio de seguridad jurídica, por la amplitud de su contenido, se proyecta en todas las fases o momentos de la vida del derecho; tanto en su creación - determinando las condiciones de la producción normativa- como en la aplicación a las relaciones sociales que éste regula. Sin embargo, se trata de un principio sumamente complejo, que se desarrolla en la permanente tensión entre la necesidad de adaptación del derecho frente a la realidad social en constante cambio y la de proteger las razonables y fundadas expectativas de los ciudadanos creadas por el derecho vigente. En la búsqueda de ese constante equilibrio, la seguridad jurídica se ve afectada por distintos factores que atentan contra su efectividad, afectando la estabilidad de las normas, el conocimiento cierto del derecho vigente y, consecuentemente, contra la previsibilidad de su aplicación.

Este trabajo aborda la proyección del principio de seguridad jurídica en la actividad regulatoria de la Administración y los principales desafíos que su realización práctica afronta, con especial énfasis en la realidad ecuatoriana. Partiendo de su definición como principio y como un valor fundamental del Estado constitucional, en tanto garantía de la confianza de los ciudadanos en la actuación cierta y previsible de los poderes públicos en la aplicación del derecho, se abordan sus principales características y las dimensiones sobre las que se proyecta, destacando su importancia para garantizar un ordenamiento jurídico coherente y estable. Así mismo, se identifican algunos desafíos contemporáneos que enfrenta el principio de seguridad jurídica como la sobrerregulación, la inestabilidad normativa, la falta de claridad del lenguaje jurídico o el acceso deficitario publicaciones de la legislación vigente, que comprometen su efectividad. El texto propone soluciones prácticas para enfrentar estos retos, que incluyen la depuración y ordenación de las normas o herramientas de mejora regulatoria, con el propósito de contribuir al debate académico en la materia y al perfeccionamiento del sistema jurídico.

Para cumplir con el objetivo, se ha estructurado el trabajo en cinco epígrafes que abordan - en primer lugar- el desarrollo histórico y los elementos conceptuales del principio de seguridad jurídica, para luego adentrarse en el análisis de los principales problemas que afectan a cada una de sus proyecciones o dimensiones concretas en relación con la actividad regulatoria del Estado, dando cuenta de las propuestas y posibles soluciones a los problemas planteados. La metodología empleada en este trabajo abarca un enfoque mixto, teórico y práctico, combinando el análisis doctrinal con la revisión de los textos normativos, la jurisprudencia y el derecho comparado, con el fin de ofrecer una perspectiva integral sobre el tema.

1. Fundamento, concepto y dimensiones de la seguridad jurídica

La seguridad jurídica tal y como se le concibe en la actualidad, es el producto del advenimiento del Estado liberal moderno y, con él, de la superación de las formas de producción y aplicación del derecho propios de la sociedad medieval, caracterizada por el monismo ideológico religioso, la pluralidad de fuentes jurídicas y la creatividad judicial sin norma previa. Así, la consolidación del monopolio en el uso de la fuerza legítima en manos del Estado y la reserva al soberano estatal de la producción jurídica, junto con el pluralismo ideológico y el individualismo creciente, perfilan la noción de seguridad jurídica, sin perjuicio de los precedentes antiguos que pueden encontrarse en el Derecho Romano (Peces-Barba, 1990).

Luego ‒añade el propio autor‒ los aportes del humanismo jurídico, el iusnaturalismo racionalista, el positivismo normativista y su superación desde perspectivas plurales en la actualidad, manteniendo el carácter central del derecho como ordenamiento jurídico desde el punto de vista interno, y, por otro lado, los del pensamiento político renacentista ilustrado liberal democrático y socialista desde el punto de vista externo marcarán hasta hoy la evolución de la idea de seguridad jurídica. A partir de ahí, la seguridad jurídica se ha constituido en un valor inherente al Estado de Derecho, en tanto resulta presupuesto de un orden jurídico que lleva implícita la idea de la creación normativa según procedimientos de libre y abierta participación popular, el imperio de la ley (democráticamente producida) y las garantías de las libertades y los derechos (Lifante Vidal, 2013). Con ello, no sólo se inmuniza frente al riesgo de su manipulación, sino que se convierte en un valor jurídico ineludible para el logro de los restantes valores constitucionales (Pérez Luño, 2000).

A la seguridad jurídica se le identifica con la expectativa del ciudadano fundada razonable­mente en la certeza o previsibilidad de la actuación del poder en la aplicación del derecho. Para la CCE, la seguridad jurídica es el pilar sobre el cual se asienta la confianza ciudadana en cuanto a las actuaciones de los distintos poderes públicos (SCCE No. 023-13-SEP-CC) y consiste en «la expectativa razonable de las personas respecto a las consecuencias de los actos propios y de ajenos en relación con la aplicación del Derecho». Para tener certeza (…) las normas que formen parte del ordenamiento jurídico deben estar determinadas previamente, teniendo que ser claras y públicas… (SCCE No. 11-J 3-SEP-CC).

Vista así, la seguridad jurídica se asocia principalmente con la previsibilidad y la certeza de la actuación de los órganos del Estado o de los particulares y de sus consecuencias, a la integridad del ordenamiento jurídico, a la seguridad misma del derecho como límite del poder, a la satisfacción de ciertas expectativas o necesidades o la protección de situaciones subjetivas a través del derecho. Se trata de un concepto amplio, indeterminado, cuyo estudio puede ser abordado desde dos dimensiones distintas: una externa, que se refiere a la seguridad del derecho, es decir, la relativa a los aspectos estructurales del ordenamiento jurídico (componente estructural); y una perspectiva interna, esto es, la seguridad a través del derecho, que se refiere a las condiciones de su aplicación y funcionamiento (componente funcional), que incluye la perspectiva subjetiva de la previsibilidad.

La dimensión externa comprende básicamente dos aspectos: (i) el nivel de  institucionalidad jurídica y política de la sociedad; o sea, el respeto por las reglas del Estado de Derecho, el adecuado equilibrio entre las distintas funciones o poderes del Estado, la gobernabilidad y la estabilidad política, así como la cualidad de los órganos implicados en la producción y aplicación del derecho y (ii) la calidad del ordenamiento jurídico, que tiene en cuenta tanto su coherencia interna como de su unidad externa (gradación jerárquica).

De esta manera, desde el punto de vista externo, la seguridad jurídica se traduce en la observancia de ciertas condiciones en relación con la creación, vigencia y aplicación del derecho, como el respeto a la institucionalidad, la separación de funciones y el sometimiento a la legislación;  la existencia de reglas previas y claras de atribución de competencia, procedimentales y sustantivas para la producción, modificación y extinción de las normas; las condiciones sobre su eficacia temporal o espacial, sobre su validez material y las garantías de su conocimiento (publicidad); la claridad y precisión del lenguaje normativo; la unidad y coherencia del ordenamiento jurídico, determinada por la identificación y estructuración jerárquica de las fuentes, la ausencia de contradicciones (antinomias), lagunas (anomias) y exceso de regulación.

Esta perspectiva externa de la seguridad jurídica también tiene en cuenta factores como la estabilidad del contenido del derecho, de tal manera que los ciudadanos puedan planificar y desarrollar sus situaciones jurídicas subjetivas de acuerdo con las expectativas razonables que pueda generar el ordenamiento vigente, sin que ello suponga, naturalmente, la posibilidad de perpetuación o petrificación de dichas situaciones.

Desde el punto de vista interno, el contenido de la seguridad jurídica estaría determinado por la concurrencia de otros principios o instituciones jurídicas vinculadas a la aplicación del derecho: legalidad, jerarquía, irretroactividad, motivación, prescripción, cosa juzgada, inmutabilidad y ejecución coactiva de las decisiones administrativas y judiciales. También se refleja en la necesidad de un cierto grado de homogeneidad o uniformidad en la interpretación y aplicación de las normas, que asegure la previsibilidad de la actuación del Estado y la vigencia del prin­cipio de igualdad ante la ley, esto es, que ante situaciones de hecho semejantes se produzcan similares soluciones.

No se trata, sin embargo, de dos ámbitos separados y excluyentes, sino que constituyen manifestaciones de un concepto omnicomprensivo, pluridimensional, cuyo contenido se desdobla en otros principios concretos e interdependientes. Para el Tribunal Constitucional Español (TCE), la seguridad jurídica es suma de los principios «de certeza y legalidad, jerarquía y publicidad normativa, irretroactividad de lo no favorable, interdicción de la arbitrariedad (…) equilibrada de tal suerte que permita promover, en el orden jurídico, la justicia y la igualdad, en libertad» (S. 27/2981). En palabras del TCF alemán, se trata de un principio inmanente al Estado de Derecho que exige que el ciudadano pueda prever las posibles intervenciones del Estado en su contra, y adaptar correspondientemente su conducta (S.13, 261 [271]; 14, 288 [297]; 15, 313 [324]) (Martins, 2019).

Definida en los términos apuntados, la seguridad jurídica ha de considerarse como un valor instrumental para la consecución de otros fines igualmente valiosos, como el desarrollo de la autonomía personal y la justicia social (Lifante Vidal, 2013). La existencia de normas que proporcionan un cierto grado de previsibilidad de las relaciones sociales es una condición necesaria para el desarrollo de la autonomía personal, entendida como la exigencia de que la vida del ser humano sea algo definido por el mismo en un marco de libertad personal y de racionalidad proyectiva. La seguridad jurídica se convierte entonces garantía de la libertad. Porque la libertad significa, sobre todo, -según Lösing (2002)- la posibilidad de conformar la vida según los propios proyectos y una condición esencial para ello es que las circunstancias y factores que puedan influir de manera eficaz en las posibilidades de conformación de tales proyectos y su ejecución, en especial las intervenciones del Estado puedan ser calculadas del modo más fiable posible.

En el derecho comparado, el TEDH, en una abundante jurisprudencia, se ha referido a las características exigidas por la seguridad jurídica respecto de las normas que habilitan la injerencia en la esfera individual, según la cual la expresión «de conformidad con la ley» no solo requiere la injerencia esté basada en una disposición del derecho, sino que también se refiere a la calidad de la norma en cuestión, exigiendo que sea accesible para la persona interesada y previsible en cuanto a sus efectos. (TEDH, Amann c. Suiza). En opinión del Tribunal, la norma tiene que ser lo suficientemente accesible: el ciudadano tiene que disponer de patrones suficientes que se adecúen a las circunstancias de las normas legales aplicables al caso.

La segunda condición se refiere a que una norma no puede considerarse tal a menos que se formule con la suficiente precisión que permita al ciudadano adecuar su conducta: debe poder prever, si es necesario con el asesoramiento adecuado, las consecuencias que puede implicar una acción determinada.  Esas consecuencias no necesitan ser previsibles con absoluta certeza, pues ello es imposible y si bien la certeza es altamente deseable, puede traer consigo una rigidez excesiva y la ley debe estar en condiciones de seguir el ritmo de circunstancias cambiantes.  En consecuencia, muchas leyes se expresan inevitablemente en términos que, en mayor o menor medida, son vagos y cuya interpretación y aplicación son cuestiones de práctica. (TEDH, The Sunday Times contra Reino Unido).

En el mismo sentido, la Corte Interamericana (López Mendoza vs. Venezuela), citando la jurisprudencia del TEDH (Olsson c. Suecia; Gillow c. The United Kingdom; Malone c. Reio Unido),  concuerda en que la indeterminación per se no es incompatible con la previsibilidad de las normas siempre y cuando en aquellas que conceden poderes discrecionales, el alcance de la discrecionalidad y la manera en que se debe ejercer se indique con suficiente claridad con el fin de brindar una adecuada protección para que no se produzca una interferencia arbitraria. El «test de previsibilidad» implica constatar que la norma delimite de manera clara el alcance de la discrecionalidad que puede ejercer la autoridad y se definan las circunstancias en las que puede ser ejercida con el fin de establecer las garantías adecuadas para evitar abusos.

En síntesis, la seguridad jurídica se traduce, según la doctrina y la jurisprudencia antes apuntada, como la convergencia de tres condiciones: (i) como conocimiento y certeza del derecho positivo; (ii) como confianza de los ciudadanos en las instituciones públicas y en el orden jurídico en general, en cuanto garantes de la paz social, y, finalmente, (iii) como previsibilidad de las consecuencias jurídicas derivadas de las propias acciones o de las conductas de terceros (Leguina Villa, 1987). Ello ha de depender, necesariamente, de la existencia de un orden normativo jerárquicamente estructurado, contentivo de normas claras, públicas, accesibles, coherentes, estables, vigentes, no retroactivas y de aplicación efectiva y consistente que permita conocer, con la mayor precisión posible, cuál es la conducta que se debe seguir y las consecuencias de determinadas actuaciones.

Sin embargo, con frecuencia, la seguridad jurídica se ve afectada por distintos factores que dificultan sobremanera el conocimiento cierto del derecho vigente y, por tanto, la previsibilidad de su aplicación. Ente estos factores pueden contarse:

(i)                la sobrerregulación y la fragmentación normativa que provoca la emisión incesante de regulaciones para un mismo objeto;

(ii)              la ausencia de publicidad de determinadas disposiciones (usualmente normas administrativas aparentemente «internas» que terminan aplicándose en las relaciones con los ciudadanos);

(iii)            la falta de claridad del lenguaje jurídico y el abuso de conceptos indeterminados;

(iv)            el crecimiento exponencial de la discrecionalidad administrativa;

(v)              la complejidad técnica de ciertas disposiciones y las constantes remisiones normativas;

(vi)            la dispersión (o la concurrencia) de competencias regulatorias, que dificulta identificar cuál es la entidad competente para regular determinada materia;

(vii)          la multiplicación de las leyes «universales» ‒ (leyes «ómnibus») que regulan aspectos muy dispares, sin relación material entre ellos y habitualmente extensas;

(viii)        las modificaciones constantes y en breve período;

(ix)            la ausencia de derogaciones expresas;

(x)              las normas intrusas.

Cualquiera de estas circunstancias puede provocar serias dificultades, incluso a los propios juristas ‒no digamos ya al ciudadano no experto‒ para determinar con certeza del derecho vigente y la previsibilidad de su aplicación. Analicemos en detalle algunos de estos aspectos.

2. Seguridad jurídica y actividad regulatoria

2.1. Principales desafíos: hiperregulación e inestabilidad normativa

De todos los diversos factores que impactan negativamente en la seguridad jurídica es particularmente relevante el problema de la proliferación excesiva de disposiciones normativas, fenómeno que ha sido descrito con diversos términos como: «lluvia de leyes» (Gesetzesflut), «histeria legislativa» (Gesetzgebungshysterie), «caos legislativo» (Gesetzgebungschaos), «huracán normativo», «incontinencia legislativa», «aluvión de normas», «marea incontenible», «explosión legislativa», «sobreabundancia de normas» o «contaminación legislativa» (Campos, 2018). Esto puede tener su explicación en distintas causas, aunque, fundamentalmente, se asocia a las aceleradas transformaciones económicas que produce el fenómeno de la globalización y la expansión cuantitativa y cada vez mayor complejidad de las relaciones sociales que deben ser objeto de regulación.

En la sociedad contemporánea coexisten intereses muy diversos, tanto individuales como colectivos, que deben ser protegidos por el derecho. Muchos de esos intereses pueden ser parcialmente convergentes o diametralmente opuestos (empresarios y trabajadores, proveedores y consumidores, inmigrantes y nacionales, administradores y administrados). Cada individuo o grupo persigue la protección de sus intereses en normas jurídicas, lo que provoca la proliferación de disposiciones regulatorias muchas veces contradictorias unas con otras, lo que requiere de la emisión de nuevas disposiciones para solucionar el conflicto, volviéndose así incesante la producción normativa. 

Pero esta exacerbación regulatoria se debe también, en buena medida, a la pérdida de protagonismo de la ley como eje central de la ordenación jurídico- administrativa. Como hemos señalado en otras ocasiones, en las actuales circunstancias provocadas por el fenómeno globalizador, los nuevos esquemas de toma de decisiones se apartan de los procesos tradicionales provocando el declive de la ley parlamentaria –que es cada vez más fragmentaria y concreta (leyes de caso; especialmente en el desarrollo normativo de políticas públicas singulares)– y se producen deslegalizaciones de materias a favor de la potestad normativa administrativa (mucho más abundante y contingente); o a incluir dentro de la generalidad de la ley delegaciones, conceptos indeterminados, o cláusulas abiertas que dejan un extenso margen de discrecionalidad a la Administración (Marcheco, 2018).

Por otra parte, ha de tenerse en cuenta que, en esta nueva etapa de evolución de la función administrativa, marcada por el aumento del protagonismo del sector privado en la gestión de lo público, en el proceso regulatorio intervienen no solo las Administraciones y organismos reguladores investidos de autoridad, sino también otros actores como entidades y empresas del sector público, el sector privado en régimen de autorregulación o en el desempeño o prestación de servicios de interés general (sectores regulados), las organizaciones privadas subvencionadas, contratistas de la Administración, entre otros (Barnés, 2012). Todo ello genera una multiplicidad de tipos normativos tanto en su forma (reglamentos, acuerdos, guías…) como en su contenido y alcance, ya que además de las disposiciones generales, también se dictan normas de excepción para regular casos concretos o marginales, otras provisionales, otras de transición, a lo que se agrega el dato de la complejidad técnica de muchas de ellas que pueden llegar a hacer inaccesible la regulación para la mayoría de sus destinatarios.

El exceso de regulación ‒unido a las deficiencias en la técnica normativa sobre el uso de las cláusulas derogatorias‒ genera incertidumbre sobre el conocimiento y aplicación del derecho vigente; pero también erosiona el carácter sistémico y la coherencia del ordenamiento jurídico, provoca impactos negativos en la economía, favorece la ineficiencia al aumentar los costes de transacción, socavan la credibilidad de las instituciones y, consecuentemente la confianza en ellas de los ciudadanos y afectan la eficacia del sistema jurídico, en tanto se diluye el carácter vinculante de las normas. De ello alertaba Montesquieu (1748) en su Espíritu de las Leyes: «como las leyes inútiles quitan fuerza a las necesarias, las que pueden eludirse se la quitan a la legislación» (p. 229).

Pero si preocupante es el problema de la sobreproducción de normas, tanto o más lo es el fenómeno de la inestabilidad del ordenamiento jurídico provocada por frecuentes cambios normativos. El propio Montesquieu, en la ya citada obra, decía que «no conviene introducir modificaciones en una ley sin razón suficiente». Y es que, ya desde entonces, la estabilidad de las normas se ha considerado como un valor importante para cualquier ordenamiento jurídico. En los sistemas jurídicos contemporáneos se ha erigido como una de las garantías de la seguridad jurídica en su dimensión subjetiva, esto es, como protección de la confianza en el derecho, en tanto permite a sus destinatarios adecuar su conducta presente y planificar sus expectativas de conducta futura bajo pautas razonables de previsibilidad.

La garantía de la estabilidad no supone la inmutabilidad de las normas, pues la petrificación es contraria a la naturaleza misma del derecho.  Si bien es función del ordenamiento jurídico ofrecer protección a las expectativas de los ciudadanos surgidas en el contexto de las interacciones sociales que el derecho regula, también lo es hacer frente a los retos que imponen los nuevos tiempos; por lo tanto, la flexibilidad y la apertura al cambio constituyen también elementos consustanciales al derecho e igualmente garantía de la seguridad jurídica que este debe ofrecer. 

El dato de la estabilidad normativa como garantía de seguridad jurídica, adquiere una especial importancia en las actuales circunstancias de desbordamiento regulatorio y de constante sucesión de disposiciones jurídicas y en las que el conocimiento y consecuente adecuación de la conducta al derecho vigente es todo un desafío. Paradójicamente las continuas transformaciones sociales, culturales, económicas y tecnológicas, que constituyen un dato identitario de los sistemas jurídicos de las sociedades más evolucionadas del presente exigen, en virtud de la misma seguridad jurídica, el cambio normativo (Pérez Luño, 2012). De esta forma, la seguridad jurídica se mueve en la búsqueda de equilibrio entre dos polos opuestos y en permanente tensión: por un lado, la necesaria adecuación del ordenamiento jurídico a la realidad fáctica a la que debe servir y, por otro, la protección de la confianza legítima en dicho ordenamiento a la que responde la garantía de la estabilidad.

En la búsqueda de ese equilibrio entre la estabilidad y el cambio tienen un papel relevante los actores encargados de materializar las transformaciones necesarias dentro del derecho y que interactúan entre sí: la jurisprudencia, el legislador, la doctrina científica y el gobierno (Schmidt Assmann, 2006). En Europa, p.ej., la jurisprudencia ha sostenido de forma unánime el criterio de que, efectivamente, los sucesivos cambios normativos no son incompatibles con la seguridad jurídica en tanto esta no supone una congelación o petrificación del derecho, sino, contrariamente, su adaptación a los cambiantes escenarios (de la economía y de la propia sociedad). Así el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE) (S. C- 98/14; C-201/08) ha establecido que la seguridad jurídica no exige que no se produzcan modificaciones en la legislación, y que los agentes económicos no pueden confiar legítimamente en que se mantenga una situación existente que puede ser modificada en el ejercicio de la facultad discrecional de las autoridades nacionales.

El TC español ha sido consistente en afirmar que los principios de seguridad jurídica y su corolario, el de confianza legítima, «no protegen de modo absoluto la estabilidad regulatoria, ni la inmutabilidad de las normas precedentes»; «no suponen el derecho de los actores económicos a la permanencia de la regulación existente en un momento dado en un determinado sector de la actividad». Ello «no sería coherente con el carácter dinámico del ordenamiento jurídico». La estabilidad regulatoria «es compatible con cambios legislativos, cuando sean previsibles y derivados de exigencias claras del interés general» (S. 270/2015, (pág. FJ7))

Pero, en todo caso, la estabilidad como dato de la seguridad jurídica significa la exigencia de un mínimo de perdurabilidad, de manera que no se introduzcan cambios frecuentes que impidan o dificulten sobremanera a los destinatarios adecuar a ellas su conducta, o planificar el comportamiento futuro sobre la base de las razonables expectativas que de aquellas derivan. Desde ese punto de vista, las sucesiones regulatorias constantes y en un plazo breve constituyen una disminución ‒cuando no anulación‒ de la necesaria previsibilidad que requiere la seguridad jurídica.

Los cambios normativos frecuentes provocan incertidumbre en cuanto a las reglas que deben seguir las personas y las organizaciones, lo que puede dificultar la planificación a largo plazo y la toma de decisiones informadas; pueden generar confusión y aumentar el riesgo de incumplimiento, ya que se les hace difícil a las personas y las empresas mantenerse al día y cumplir con todas las nuevas disposiciones; también pueden socavar la confianza en las instituciones y debilitan la legitimidad del sistema jurídico, al existir la percepción de que las disposiciones  normativas de adoptan de manera arbitraria o impulsiva. Todo ello unido a los costes económicos que supone tener que invertir en la formación de personal y adaptación de sistemas y procesos empresariales para cumplir la nueva normativa; o la desincentivación de nuevas inversiones ante la inseguridad del orden regulador de estas.

2.2. Soluciones prácticas al problema del exceso y la inestabilidad regulatorias

A. La depuración y ordenación de las normas

Como solución práctica a este negativo fenómeno de la inflación normativa se han propuesto diversas medidas correctivas, especialmente de tipo reactivo, como la depuración del ordenamiento, la codificación y la elaboración de digestos y bases de datos por materias. Con la depuración se busca eliminar del ordenamiento jurídico las regulaciones que han perdido vigencia, ya sea porque han sido sustituidas sin una derogación expresa, ya porque hayan agotado sus efectos o por desuso. Se trata de un proceso de evaluación ex post de la regulación dirigido a disminuir su cantidad y superar la incertidumbre que provoca la presencia de ciertas normas de dudosa vigencia o de eficacia nula o muy limitada cuya existencia ya no se justifica.

A través de otras técnicas de ordenación normativa como la codificación, la elaboración de digestos, la compilación o consolidación, se recopilan y agrupan en uno más textos todas las disposiciones normativas vigentes sobre una materia (introduciendo o no modificaciones, en dependencia de la técnica utilizada) con una sistematización coherente, armónica e inteligible, con la cual se logra una racionalización del ordenamiento y por tanto un mejor acceso al conocimiento del derecho positivo,  con una significativa incidencia en la consecución de la seguridad jurídica.

Sobre la codificación -solución a la que apuntaba el profesor García de Enterría en su clásica obra «Justicia y seguridad jurídica en un mundo de leyes desbocadas» (1999)-, se ha dicho que, ajena a los postulados ideológicos de la primera codificación liberal, se convierte en el mejor expediente técnico para la adecuada incardinación e inteligencia de las normas en un ordenamiento jurídico, en fuente promotora de la certidumbre de las normas jurídicas y  como un mecanismo para mejorar la cohesión de un ordenamiento cada día más complejo (Lauroba Lacasa, 2003).

En relación con el uso de las técnicas de compilación y consolidación -que consisten únicamente en la recopilación y ordenación las disposiciones normativas vigentes sin introducir modificaciones al texto y que, por tanto, no tienen necesariamente carácter oficial-, juegan una papel muy relevante las tecnologías de la información y la comunicación (TICs), en las que la bases de datos o aplicaciones de actualización jurídica  constituyen una herramienta valiosa para los operadores jurídicos en la búsqueda y selección de la información, en un contexto de flujo interminable de normas de distinta índole.[2]

Desde la perspectiva teórica, el profesor García de Enterría (1999) rescata el valor regulatorio y orientador de los principios generales del derecho como solución a la incertidumbre jurídica que genera la multiplicidad de normas, sobre todo cuando éstas son tan ocasionales y fugaces.

Del desorden extremo de las normas escritas, sólo un esqueleto firme de principios puede permitir orientarse en el magma innumerable de dichas normas, en su mayor parte ocasionales e incompletas, sometidas a un proceso de cambio incesante y continuo (Justicia y seguridad jurídica en un mundo de leyes desbocadas, p. 106). De multitudo legum, unum ius, podemos decir conforme a un viejo apotegma. Ese viejo ius material es el que los juristas debemos a toda costa procurar mantener intacto y victorioso, sobrenadando, quizás penosamente, pero resueltamente, en el mar normativo incesante al que nuestro tiempo parece habernos totalmente condenado (p. 108).

Sobre la cuestión de la ordenación volveremos al tratar el tema de la publicidad de la legislación.

B. La necesidad normativa y la Evaluación de Impacto Regulatorio (EIR)

El principio de necesidad normativa consiste en determinar si la regulación es indispensable para el cumplimiento o realización de los fines institucionales de la entidad administrativa. En ese sentido, la iniciativa normativa ha de estar precedida por una clara identificación de los fines de interés público que se persiguen con la regulación y la constatación de que el instrumento escogido es el más idóneo para asegurar su consecución. La ponderación de este principio se basa en la importancia de garantizar que la regulación tenga por objeto resolver un problema relevante, para lo cual debe haberse identificado con precisión, así como valorar si existen o no otras alternativas que puedan contribuir de mejor manera a dicha solución o finalidad pública que pretenda satisfacerse.

La determinación de la necesidad normativa está vinculada a la evaluación del impacto de la normativa vigente, por cuanto ésta constituye la base para determinar o no una nueva política regulatoria. La OCDE (2012) ha realizado recomendaciones dirigidas a los gobiernos para determinar la necesidad de la regulación, a través del diseño de una adecuada política regulatoria expresa que asegure que los marcos normativos estén al servicio del interés público. Estas consisten en: 

(i)                adoptar un ciclo continuo de políticas públicas para la toma de decisiones en materia regulatoria, el cual contemple desde la identificación de objetivos de política hasta el diseño regulatorio y la evaluación;

(ii)              hacer uso de la regulación, cuando sea adecuado, para alcanzar los objetivos de política pública;

(iii)            mantener un sistema de gestión regulatoria, que incluya la evaluación de impacto ex ante y ex post como elementos fundamentales del proceso de toma de decisiones basado en evidencia;

(iv)            articular de manera clara las metas, las estrategias y los beneficios de la política regulatoria;

(v)              revisar sistemática y periódicamente el inventario de regulaciones para identificar y eliminar o remplazar aquellas que sean obsoletas, insuficientes o ineficientes.

El requisito de la determinación de los fines de interés general a los que se dirige la regulación no se satisface con una vaga referencia a ciertas razones de interés general formuladas de manera abstracta, sino que requiere de una concreción de la finalidad pública sobre la que se proyecta; es decir, que la disposición regulatoria debe contener de forma explícita los fines públicos específicos ‒que pueden ser a su vez derivados de otras razones de más generales‒, de manera que pueda fácilmente apreciarse por cualquier observador racional y sin necesidad de un gran esfuerzo cognitivo una relación directa entre dichos fines y el objeto de la regulación.

Una de las herramientas que la práctica internacional ha revelado como idónea evaluar el impacto normativo para determinar la necesidad y fortalecer la calidad de la legislación, es el «Estudio de Impacto Regulatorio (EIR)» – también conocido como Análisis de Impacto Normativo (AIN) o Análisis de Impacto Regulatorio (AIR)–. El EIR es un procedimiento por el cual se ordena, estructura y sistematiza información de relevancia para evaluar los efectos positivos y negativos de una iniciativa normativa, de las regulaciones existentes y las alternativas no regulatorias, a los fines de coadyuvar en la toma de decisiones sobre la necesidad o no de la regulación. Se trata de una herramienta útil para mejorar la calidad normativa al garantizar que esta sea eficaz y necesaria y, al mismo tiempo, es un remedio efectivo contra el fenómeno de la hiperinflación regulatoria.

A nivel internacional, países como Estados Unidos, Canadá, Reino Unido o Australia cuentan con sistemas avanzados de EIR y otros países de Iberoamérica como España, Brasil o México también lo han implementado, cada uno con sus peculiaridades y en diferentes grados de desarrollo. Pero, en cualquier caso, el objetivo común de todos ellos es dar respuesta a las necesidades de mejora de la calidad de la legislación ante el escenario de sistemas de producción normativa demasiado ineficientes, onerosos y que generan incertidumbre.

En Ecuador, el extinto Senplades  en su diagnóstico de la calidad y gestión regulatoria del Estado en 2014 señalaba, entre otras cosas, la ausencia de política y planificación nacional en materia de regulación y control; un uso mínimo de procedimientos y herramientas de impacto regulatorio para la calidad del proceso de toma de decisiones;  que no existía un uso sistemático del EIR, aunque algunas instituciones realizan algunos tipos de estudios técnicos para obtener información que permita determinar la mejor opción regulatoria que deba adoptarse, estudios que rara vez se publicaban y solamente tenían el objetivo de ofrecer información interna.

En la actualidad, la situación ha cambiado muy poco. Un Decreto Ejecutivo de diciembre de 2020 (No. 1204) que contemplaba la obligación de las entidades dependientes del Gobierno de elaborar e implementar un grupo de herramientas de mejora regulatoria - incluyendo el EIR- y unas directrices generales y guías técnicas para la elaboración de las antedichas herramientas y de planes institucionales regulatorios, del año 2021, que no han tenido relevancia práctica, es apenas lo que se pudo avanzar desde entonces.

La introducción, con carácter general y sistemático, de una herramienta como el EIR en los procedimientos de creación normativa es indispensable si se quiere mejorar la calidad del ordenamiento y con ello garantizar la seguridad jurídica. Ello permitiría asegurar:

(i)                un procedimiento normativo basado en una evaluación rigurosa de la evidencia y de los costos y beneficios, tanto cuantitativos como cualitativos, de las iniciativas normativas, que justifique la necesidad o no de su adopción;

(ii)              la depuración del ordenamiento jurídico, simplificando y armonizando las normas existentes y eliminando aquellas que sean obsoletas, innecesarias o redundantes.

(iii)            el diseño de regulaciones efectivas que no impongan una carga innecesaria o excesiva a los ciudadanos.

C. La legislación provisional

a. Concepto y tipos

Uno de los factores asociados a la inestabilidad de las normas es la falta de un conocimiento completo, por parte de la autoridad normativa, de todas las consecuencias que ha de producir una nueva regulación, sobre todo ante situaciones emergentes o continuamente cambiantes que en ocasiones necesitan de una respuesta inmediata, sin tiempo para realizar una evaluación exhaustiva del impacto normativo. Como consecuencia, se produce una sucesión de modificaciones, correcciones, o la introducción de otras normas a medida que se van evaluando los escenarios, con la consecuente afectación a la seguridad jurídica.

Sin embargo, como hemos señalado, si bien la estabilidad normativa es un factor importante y fundamental de la seguridad jurídica, esto no significa que dicho principio deba entenderse como una prescripción de inmutabilidad del ordenamiento jurídico. Como señala Poppelier (2008), si bien la seguridad jurídica exige certeza, la incertidumbre es una parte inherente al ordenamiento jurídico: las autoridades reguladoras operan en una sociedad compleja y en un entorno incierto, necesitan regular los eventos futuros, pero no saben lo que deparará el futuro; las personas, asimismo, actúan en condiciones de incertidumbre, deben mantenerse al día con los nuevos desarrollos en el contexto socioeconómico, tecnológico o político, por lo que no pueden aspirar a una certeza absoluta. En ese sentido, la seguridad jurídica puede exigir cambios normativos para que ciertos derechos u obligaciones adquiridos sigan siendo significativos; estos cambios, a largo plazo, también podrían generar mayores niveles de certeza.

Para atenuar los negativos efectos que sobre el elemento de la previsibilidad producen los continuos cambios normativos, algunos ordenamientos acuden a recursos como el de la legislación provisional (o temporal, como se conoce en parte de la literatura). Este concepto agrupa a las distintitas fórmulas de regulación con efectos delimitados en el tiempo, es decir, aquellas que se extinguen tras finalizar un breve período que ha sido previamente definido salvo que la autoridad reguladora decida lo contrario: son las cláusulas de extinción y la legislación experimental.

Ambos instrumentos han sido criticados y elogiados por la literatura y la jurisprudencia de diferentes países; pero, en cualquier caso, tanto las cláusulas de caducidad como la legislación experimental se han convertido en instrumentos normativos útiles de cara a la seguridad jurídica. Autores como van Gestel & van Dijck (2011) sostienen que se puede incluso argumentar que la legislación experimental reduce la incertidumbre en comparación con la promulgación de leyes permanentes porque evita que el legislador «salte en la oscuridad», sin más limitaciones con respecto a las circunstancias locales, el tiempo para adaptarse a un nuevo régimen legal y la posibilidad de filtrar primero problemas iniciales a través de un proceso de prueba y error a pequeña escala.

La utilización de este mecanismo normativo no es muy frecuente ni sistemática, pues precisamente la vocación de permanencia de las normas es rasgo esencial de un ordenamiento jurídico seguro. Sin embargo, la legislación provisional puede ser un instrumento útil para la consecución de determinados objetivos concretos para los cuales la legislación ordinaria puede no resultar idónea o conveniente y, paradójicamente, puede también contribuir a la misma seguridad jurídica, pues, al delimitar temporalmente la vigencia de ciertas normas, se favorece, por una parte, la previsibilidad - toda vez que los destinatarios, al conocer dicha circunstancia, no son sorprendidos con los cambios que se puedan introducir- y, por otra parte, favorece también la certeza en el conocimiento del derecho vigente -pues al extinguirse automáticamente la regulación una vez finalizado el período para el cual se estableció, se evita la acumulación innecesaria de normas en el ordenamiento jurídico. Dos son las formas usuales de legislación temporal. Las sunset clauses o cláusulas de extinción o de caducidad y la legislación experimental.

b. Cláusulas de extinción

La utilización de las llamadas cláusulas de extinción o de caducidad -según Ranchordás (2014)-  tiene una larga tradición en el derecho anglosajón, pero también han venido a formar parte de los ordenamientos europeos continentales en naciones como Alemania o Países Bajos para limitar la duración de las regulaciones en general y someterlas a evaluación ex post. Esta técnica regulatoria consiste en la determinación de un período de tiempo de vigencia de una disposición normativa (total o parcialmente), transcurrido el cual se extinguiría, salvo que, luego de una evaluación correspondiente sobre su pertinencia, se acuerde expresamente su continuidad.  Las características de este tipo de legislación, según la autora serían:

(i)                La existencia de una razón específica para someter una regulación a un límite de tiempo, ya que las cláusulas de extinción no es la opción regulatoria «normal», aunque es importante preguntar si no debería ser así en determinadas circunstancias.

(ii)              Carácter provisional. Una cláusula de extinción no apunta a la continuidad, sino determina la expiración de la regulación en una fecha específica, a menos que existan razones sustanciales para creer que debe extenderse por un período adicional;

(iii)            Momento de evaluación. Significa que los efectos de la regulación por expirar deben evaluarse para verificar si se ha cumplido el objetivo por el que fue promulgada. En dependencia del resultado, se debería decidir si dejar que la disposición expire o renovarla según los argumentos proporcionados.

c. Legislación experimental

La legislación experimental, por su parte, surge en Alemania en la década de los 60 del pasado siglo, en una época caracterizada por una particular erosión de la confianza en la legislación, debida, entre otros factores, a la progresiva ampliación de las sujeciones jurídicas, la falta de claridad e inteligibilidad de las normas o la excesiva carga de trabajo de los encargados de supervisar el proceso legislativo; lo que derivó en la necesidad de una racionalización de dicho proceso mediante la incorporación de metodologías multidisciplinarias y empíricas. La idea principal detrás de la legislación experimental en ese momento era someter la ley a una verificación de la realidad y evaluación de sus efectos, renovarla y optimizarla deseablemente mediante la incorporación de nuevos elementos (Ranchordás, 2014).

Una de las modalidades de legislación experimental de reciente auge en épocas más recientes es la que se conoce como sandbox regulatorio, denominado así por referencia a la terminología de la informática y la ciberseguridad, en cuyo contexto el término sandbox (caja de arena) se emplea para referirse a los entornos aislados creados  por desarrolladores o programadores de software para ejecutar un código o experimentar con nuevas características sin interferir con el entorno de producción o desarrollo principal, lo que es crucial para garantizar la estabilidad y seguridad antes de lanzar software al público; o también a la herramienta de seguridad que ejecuta programas sospechosos o no verificados en un entorno aislado para verificar su comportamiento sin riesgo para el sistema anfitrión o la red.

De esta manera un sandbox regulatorio permite implementar ambientes de prueba en relación con las normas que regulan determinada actividad, creando un espacio flexible aislado en el que pueden no aplicarse ciertos obstáculos o límites normativos de manera que pueda permitir a los agentes y participantes en un sector de la economía probar ideas o proyectos con cierta facilidad y sin riesgos; todo ello con la finalidad última de favorecer la innovación y mejorar la regulación (Bonet Tous, 2023).

El concepto de sandbox en un contexto regulatorio surgió en el sector financiero de los países desarrollados poco después de la Crisis Financiera Mundial de 2007-2008, como un esfuerzo por equilibrar la creciente atención mundial hacia una regulación restrictiva que favorezca la protección del consumidor para evitar que se repita el fracaso sistémico durante una época de crecimiento exponencial del desarrollo tecnológico en el sector financiero (Fintech) (Wechsler et al., 2018); y aunque su utilización sigue siendo mayoritaria en este sector, se ha extendido también hacia otros sectores regulados.

En las últimas décadas, el uso de la legislación experimental ha crecido en muchos países como Estados Unidos, Reino Unido, los Países Bajos, Alemania, Singapur, Hong Kong, Malasia, Brasil, Canadá, México o Colombia; y en diversos campos como las políticas sociales, las telecomunicaciones, el tráfico rodado, el transporte o en el sector financiero. En España se diversifica cada vez más y en muy diferentes materias (Doménech Pascual, Experimentos en la teoría y la práctica del Derecho, 2019); en Francia incluso ha alcanzado reconocimiento constitucional, con la ley de reforma sobre la organización descentralizada de la República, aprobada el 28 de marzo de 2003.

En el Ecuador, la Ley Orgánica para el Desarrollo, Regulación y Control de los Servicios Financieros Tecnológicos, también conocida como Ley Fintech, de 2022, permite la implementación de sandboxes regulatorios para nuevos modelos de negocio relacionados con los servicios financieros tecnológicos y los servicios de pagos basados en la tecnología, para los seguros y para el mercado de valores, que todavía no se encuentren específicamente regulados.

La nota de la provisionalidad es el dato característico de la regulación experimental, lo mismo que de las cláusulas de caducidad, pero se diferencian de éstas, básicamente, por su aspiración de permanencia: las cláusulas de caducidad constituyen fórmulas de terminación de la regulación sobre situaciones perecederas, mientras que la regulación experimental es el paso inicial para introducir una regulación definitiva, esto es, sobre situaciones duraderas. La función de esta técnica normativa es, a fin de cuentas, poner a prueba una regulación durante un período determinado con el propósito de obtener los datos necesarios que permitan, una vez concluido el experimento, tomar decisiones concretas sobre la regulación que se adoptará con carácter permanente.

La idea central detrás de la legislación experimental, según sintetizan van Gestel & van Dijck, (2011) es la siguiente:

(i) Se refiere a una desviación temporal de las regulaciones existentes que se prueban a pequeña escala para poder aprender de esas experiencias y utilizar ese conocimiento para mejorar el derecho.

La legislación experimental supone una excepción o derogación provisional del régimen jurídico de aplicación general por lo que, en función de preservar la propia seguridad y coherencia del ordenamiento jurídico, debe fundamentarse por qué es necesaria la experimentación, es decir, los motivos por los cuales se determina esta desviación de la regulación general deben quedar explícitos, indicando claramente la finalidad que se persigue con el experimento.

(ii) El alcance del experimento se fijará en términos de tiempo, lugar o destinatarios.

Al tratarse de un régimen jurídico «a prueba», necesariamente debe estar sometido a un período limitado. La exigencia de este requisito es diferente de un derecho a otro. Así, p.ej., en Francia, la jurisprudencia del Consejo Constitucional y la del Consejo de Estado lo han considerado como condición de validez del experimento (Crouzatier-Durand, 2003); en España, sin embargo autores como Domènech Pascual (2004) sostienen que la existencia de un plazo se presenta como una garantía especialmente eficaz de que las regulaciones experimentales serán objeto de seguimiento o para hacerlas indignas de las expectativas de continuidad que el experimento pueda eventualmente levantar entre los interesados, pero no constituye inexorablemente un requisito de licitud de estas regulaciones, pues lo que verdaderamente importa es que pueda y deba ponérseles fin desde el mismo momento en que se constate que ya no concurren, o que nunca han concurrido, las razones las justificaban.

La delimitación espacial y/o personal del experimento también es un aspecto controvertido, en tanto plantea una posible contradicción con el principio de constitucional de igualdad ante la ley. Sobre este punto, cabe decir que la experimentación es, por definición, excepcional. Por otra parte, la teoría constitucional ha aceptado que no son incompatibles con el principio de igualdad las diferencias de trato ante situaciones objetivas diferentes, siempre que estén justificadas en la consecución de un fin constitucionalmente legítimo de interés general y sean proporcionales con la finalidad perseguida.

Estas exigencias de carácter objetivo, unido al dato de la provisionalidad de la experimentación permitirían asegurar la legitimidad de cualquier excepción que la regulación experimental pueda introducir al principio de igualdad. Según el Consejo de Estado francés, el método experimental no constituye una vulneración de la igualdad cuando el experimento es temporal, también debe ser objeto de una extensión paulatina a todo el territorio, teniendo en cuenta las posibilidades de la administración (Crouzatier-Durand, 2003).

(iii) Debe existir un ente supervisor del experimento 

La experimentación regulatoria requiere no solo la creación de un ambiente delimitado y controlado, sino también la supervisión rigurosa de del mismo. Esta necesidad subraya la importancia de contar con un organismo supervisor que vigile y controle la aplicación de la legislación experimental para garantizar que esta se mantenga dentro de los parámetros previstos. La supervisión efectiva ayuda a garantizar que las acciones desarrolladas en el contexto del experimento no pongan en peligro la estabilidad de las normas y regulaciones existentes. Esto es crucial en sectores altamente regulados como el financiero, donde las innovaciones deben equilibrarse cuidadosamente con las regulaciones establecidas.

(iv) Se evaluarán los efectos principales y secundarios de la regulación.

La evaluación (por etapas o final) de los resultados de la experimentación constituye un elemento esencial del proceso, en tanto permitirá repensar o reconducir el experimento, medir los efectos positivos o negativos del mismo y decidir sobre el contenido que debe adoptar la regulación permanente. A estos efectos, resulta imprescindible que, además de quedar especificados los objetivos de la acción regulatoria planificada, se indiquen los criterios utilizados para evaluar si las disposiciones adoptadas con carácter provisional son adecuadas, los datos que se recopilarán y las responsabilidades para recopilarlos y evaluar los resultados, etc. (Mader, 2001).

(iv) En caso de éxito, el régimen se ampliará para que las reglas experimentales también puedan aplicarse a otras situaciones similares.

El fundamento de la legislación experimental es la de extraer informaciones y experiencias que coadyuven en el proceso de toma de decisiones y puedan servir para una mejor regulación. El éxito de la legislación experimental servirá para probar la eficacia de la legislación en una gama más amplia de contextos y realizar las mejoras que resulten necesarias. Ello incidirá en una mayor calidad de la legislación futura y, consecuentemente, confianza en la estabilidad del ordenamiento jurídico.

d. Ventajas de la legislación provisional

Regular sin un conocimiento suficiente de la naturaleza y alcance de los problemas (jurídicos, políticos, sociales, económicos técnicos, científicos, culturales) que pretende resolver la norma y sin la información necesaria que permita concluir acerca del acierto de la decisión; supone un alto riesgo de ineficacia de la regulación y, con ello, de la propia Administración. Ante situaciones poco conocidas, donde el riesgo de error en la toma de decisiones es alto, la regulación provisional constituiría una alternativa flexible de respuesta inmediata, que permitirá posteriormente su continuación o fácil extinción tras la evaluación de su puesta en marcha. 

La utilidad de estas fórmulas experimentales reside, coincidiendo con Doménech Pascual (2004), en su capacidad para generar información, diálogo, racionalidad y legitimidad para afrontar procesos de innovación, de reformas donde hay que comparar y escoger entre el mantenimiento del statu quo o su modificación; pero también como instrumento estratégico para superar los conflictos políticos y sociales que en estos procesos de innovación se presentan, lo cual explica en buena medida su cada vez más frecuente empleo en tiempos como los actuales, marcados por la incertidumbre y por múltiples, aceleradas, profundas y polémicas transformaciones sociales.

La regulación de los procesos innovadores se enfrenta muchas veces a la ausencia de información que permita establecer de forma concluyente los mejores enfoques para una toma de decisiones. El carácter provisional de los mecanismos regulatorios permitiría incorporar información útil mediante la evaluación periódica los efectos de las disposiciones regulatorias en cuestión, la participación de expertos o u otros interesados o a través de la interacción con los propios destinatarios de las disposiciones normativas.

Desde esta perspectiva informativa, la legislación temporal  -dice Gersen (2007) - brinda ventajas concretas al ofrecer la oportunidad de incorporar una mayor cantidad y calidad de información en contextos políticos dominados por la incertidumbre, dado que puede reducir la incertidumbre de fondo y mitigar ciertas formas de sesgo cognitivo, en los procesos regulatorios por etapas. Si los resultados de las políticas públicas están completamente determinados por el conjunto de información disponible -señala-, entonces es más probable que un procedimiento de decisión por etapas seleccione la política óptima que una promulgación en una sola etapa. Dicho de otra manera, cuando es probable que las decisiones iniciales sean incorrectas, los procedimientos de decisión por etapas facilitan la corrección de errores, y este es particularmente el caso en contextos políticos dominados por la incertidumbre.

Un segundo beneficio informativo importante de la legislación temporal que destaca Gersen es la mitigación de ciertas formas de sesgo cognitivo. En contextos políticos dominados por la incertidumbre, donde tanto los ciudadanos comunes como los expertos o los decisores perciben mal el riesgo recientemente conocido, la regulación temporal permite retrasar los compromisos políticos a largo plazo, lo que permitirá que disminuyan algunas, pero no todas, las formas de sesgo cognitivo.

Otro de los problemas que enfrenta la regulación de los procesos de innovación es el de la asimetría de la información que domina las relaciones entre el interés público y los intereses privados. Si bien las autoridades tienen acceso a información y experiencia en muchas áreas, en ciertos contextos los intereses privados que presionan a favor o en contra de la regulación tienen mejor información y enfrentan incentivos para ocultar información que sea perjudicial para sus intereses. En estas circunstancias -apunta Gersen-, la legislación temporal podría crear incentivos más fuertes para la revelación de información relevante a través de la interacción repetida entre los intereses afectados y las autoridades incluyendo la sanción por la falta de revelación de la información.

Otra de las ventajas señaladas de la regulación temporal radica en las ganancias en eficiencia tanto si se comprueba, después de evaluar sus efectos en un período razonable, que se ha producido un nuevo equilibrio que mejora el bienestar (Ginsbur et al., 2014), como en la reducción de los costos posteriores de implementación en caso de decidirse la continuidad, pues en el futuro se podrían evitar los problemas iniciales tomando en cuenta las experiencias extraídas.

3. Seguridad jurídica y claridad de del lenguaje jurídico

Complidas decimos que deben ser las leyes (…) et las palabras dellas que sean buenas et llanas, et paladinas; de manera que todo home las pueda entender bien, et retener en memoria. Otrosí han á ser sin escatima ninguna et sin punto, porque non puedan los homes del derecho sacar razón torticiera por su maldat, queriendo mostrar la mentira por verdat, et la verdat por mentira.

Alfonso X el Sabio. Partida Primera. Título I. Ley VIII

 

3.1. La imprecisión u oscuridad del lenguaje jurídico frente a la seguridad jurídica

La relación entre lenguaje y derecho es, sin lugar a duda, un aspecto fundamental de la seguridad jurídica. De esta combinación entre ambos nacen las interpretaciones con poder vinculante de las decisiones legislativas, administrativas y judiciales. De allí que sea necesario señalar la importancia del lenguaje claro para objetivar las normas de cualquier abstracción subjetiva y, con estas, las fuentes del derecho (Ortega Ruiz, 2023). La frase utilizada como exordio en este epígrafe, de las Siete Partidas de Alfonso X, lo resalta con elocuencia: el derecho no puede ser seguro, previsible, cierto y eficaz si no es claro, preciso y entendible.

La importancia de la claridad de las normas como garantía de la seguridad jurídica también ha sido resaltada por la jurisprudencia. El TEDH ha establecido como doctrina que las normas que fijan obligaciones y sanciones no pueden considerarse leyes si no están redactadas con suficiente precisión y son contrarias al Convenio europeo (Muñoz Machado, 2017). En el contexto nacional, la CCE he llegado a declarar la inconstitucionalidad de algunos actos normativos precisamente por la imprecisión de sus enunciados, como sucedió con ciertas normas del Código del Ambiente y su reglamento, que por su indeterminación afectaban los derechos de la naturaleza (SCCE No. 22-18-IN/21)[3].

La imprecisión u oscuridad de las normas o sus actos de aplicación - sea por la existencia de conceptos jurídicos indeterminados o por los defectos en el uso del idioma- afecta a la idea de certeza y previsibilidad del derecho en que consiste la seguridad jurídica, en tanto generan incertidumbre sobre el significado mismo de las normas y, con ello, dificulta su comprensión y aplicación.

Hay una serie de factores que contribuyen a la falta de claridad de los enunciados jurídicos, uno de ellos es la propia naturaleza del lenguaje. La lengua es un sistema de símbolos que se utilizan para comunicar mensajes, sin embargo, el significado de una palabra o frase puede variar dependiendo del contexto en el que se utilice. Otro factor es la propia evolución del lenguaje mismo y de las formas de comunicación (que es más acelerada como consecuencia de la globalización cultural y del uso de internet), lo que provoca la aparición de nuevos términos y expresiones o un nuevo uso de las ya conocidas.

Ello, naturalmente, impacta en el lenguaje del derecho, que requiere adaptarse a las circunstancias cambiantes.  Así, el significado de los conceptos jurídicos varía en función del contexto histórico en las que se emplean. P.ej.; el concepto de «privacidad» ha evolucionado en los últimos años para reflejar el creciente uso de las tecnologías de la información, lo que ha provocado incertidumbre sobre lo que constituye o pudiera constituir una violación a la intimidad en el contexto digital y sobre cómo debe aplicarse la ley ante estos supuestos.

Ahora bien, cuando se habla de ausencia de claridad de las normas o, en general, de los textos jurídicos, conviene distinguir entre dos fenómenos diferenciados: (i) la imprecisión del lenguaje normativo que se produce por el uso de conceptos que no tienen un significado unívoco o preciso y, por consiguiente, ofrecen dudas interpretativas en cuanto a su alcance y contenido; y (ii) la incomprensibilidad de los enunciados jurídicos debido a una utilización incorrecta de las reglas del idioma o vicios del lenguaje, que provoca dificultades en el entendimiento del derecho.

En derecho, el tener dudas interpretativas acerca del significado de un texto legal supone una falta de certeza acerca de la identificación de la norma contenida en ese texto, o, lo que es lo mismo, implica una indeterminación de las soluciones normativas que el orden jurídico ha estipulado para ciertos casos (Nino). Esta indeterminación suele producirse por dos fenómenos lingüísticos que suelen estar presentes en los enunciados jurídicos y que pueden generar incertidumbre en su interpretación: la ambigüedad y la vaguedad.

A. Ambigüedad

Un precepto es ambiguo cuando el enunciado contiene palabras o expresiones a las que caben atribuirles significados diferentes, generando con ello dudas sobre su interpretación. La ambigüedad puede ser tanto léxica (o semántica) como sintáctica. La ambigüedad léxica se produce como consecuencia de la existencia de palabras polisémicas (con más de un significado). Un ejemplo de ambigüedad léxica es el concepto de «ciudadano», que puede referirse -en un sentido estricto- a la condición de nacional de un país (p.ej., art. 6 CRE: «todas las ecuatorianas y los ecuatorianos son ciudadanos y gozarán de los derechos establecidos en la Constitución); o en un sentido más amplio como equivalente a «persona» o «habitante» («los trámites serán claros, sencillos, ágiles, racionales, pertinentes, útiles y de fácil entendimiento para los ciudadanos»). Los problemas de ambigüedad léxica se resuelven normalmente a partir del contexto en que son utilizadas las palabras para determinar su sentido, aunque a veces puede no resultar suficiente para aclarar las dudas interpretativas que genera la ambigüedad.

 La ambigüedad sintáctica se produce cuando las palabras y frases se agrupan o se organizan de manera que puedan dar lugar a estructuras sintácticas diferentes, cada una de las cuales tiene un significado distinto, dependiendo de cómo se interpreten las relaciones gramaticales y las funciones sintácticas. Un ejemplo de este tipo de ambigüedad lo contiene el art. 204 COA[4] con respecto a la ampliación del plazo hasta dos meses para resolver el procedimiento administrativo. En este caso, la estructura sintáctica no permite dilucidar si el plazo de un mes se puede ampliar sólo un mes más (hasta completar dos meses); o si es ampliable hasta dos meses adicionales.

B. Vaguedad

La vaguedad tiene lugar ante la presencia de conceptos jurídicos indeterminados; esto es, ante términos o proposiciones que generan dudas en su aplicación a determinados objetos o situaciones. El lenguaje normativo está lleno de expresiones vagas o conceptos indeterminados; p.ej., en adjetivos como «justo», «razonable», «proporcional»; «accesible»; o en categorías como «dignidad humana», «probidad notoria», «buena fe», «seguridad jurídica», «interés público» y un interminable etcétera.

En la aplicación de los conceptos indeterminados suelen distinguirse tres zonas, dos de las cuales son de certeza: (i) una positiva o zona de claridad (constituida por situaciones donde es aplicable el concepto); (ii) una negativa o zona de oscuridad (donde se incluyen los supuestos de no aplicación del concepto) y, entre ellas, (iii) una zona intermedia, «gris» o «de penumbra», a la que pertenecen los casos en los que existen dudas sobre la aplicación del concepto. Así, p. ej., en relación con el concepto «persona joven», las personas de 20 y 60 años estarían situadas, respectivamente, en las zonas de certeza positiva y negativa; pero difícilmente pudiera decirse lo mismo de una persona de 40 años.

Dentro de la vaguedad suelen distinguirse diferentes manifestaciones: (i) por gradiente, (ii) combinatoria y (iii) de textura abierta.  La vaguedad por gradiente se produce cuando un término hace referencia a una propiedad que se da en la realidad en distintos grados, de modo que los objetos aparecen como formando parte de un continuo. Si no se estipula claramente hasta qué punto de ese continuo es apropiado emplear la palabra y a partir de qué punto deja de serlo, la palabra es vaga (Ferreres Comella, 2021). Ejemplo de este tipo de vaguedad sería, p.ej., la aplicación de la prohibición de confiscación (art. 323 CRE) a los tributos. En el impuesto a la renta, las tarifas impositivas situadas en los niveles más bajos de la escala (de 0 a 100%) están situados en las zonas de oscuridad (certeza negativa), en tanto no tendrían carácter confiscatorio; pero a medida que se aumenta la tarifa se entra en la zona de penumbra y la aplicación o no del concepto «confiscatorio» resulta dudosa. Lo mismo sucede, p. ej., cuando un daño patrimonial provocado por la Administración deja de hallarse claramente individualizado (y por tanto indemnizable) para convertirse en una carga general no indemnizable.  La indeterminación es, en estos casos, de una cuestión de grado. 

La vaguedad combinatoria se produce cuando una palabra no se define por una serie de propiedades necesarias y suficientes, sino que hay un conjunto de propiedades relevantes tales que, si un objeto reúne un número indefinido de ellas, le es aplicable el concepto, pero cualquiera de esas propiedades puede faltar sin que por ello la palabra deje de poder emplearse. Un ejemplo de vaguedad combinatoria lo constituye el concepto de domicilio. Entre las propiedades relevantes para que un espacio físico se califique como domicilio –dice Ferreres Comella–, está la legalidad del título en virtud del cual alguien posee una vivienda, la intimidad de la vida que desarrolla en ella, y el lapso durante el cual desarrolla esta vida. Pero ninguna de estas propiedades es necesaria ni suficiente. Según qué combinaciones de estas propiedades se den, y según el grado en que se reúnan estas propiedades, será más o menos dudoso que determinado espacio constituye el domicilio de una persona.

La vaguedad por textura abierta es un vicio potencial que afecta a todas las palabras de los lenguajes naturales, ya que cualquiera de estas puede suscitar dudas acerca de su aplicabilidad ante circunstancias insólitas e imprevistas (Nino, 2013). El mundo se transforma constantemente y en el futuro pueden surgir situaciones o propiedades no consideradas en la definición de determinados conceptos que pueden ser diferentes en el futuro. Esto quiere decir que las definiciones y el alcance de las palabras utilizadas en el lenguaje natural (y en el jurídico) no son estáticas ni inmutables, sino que deben estar dispuestas a adaptarse y ajustarse a medida que el futuro nos presente escenarios imprevistos. Es fundamental reconocer la naturaleza dinámica del lenguaje y su capacidad para responder a las transformaciones sociales, tecnológicas y culturales que puedan surgir con el tiempo (p. ej., las definiciones de «hombre» o «mujer», a partir de las nuevas concepciones sobre la identidad de género, son ejemplos de evolución en las propiedades de las palabras y la generación de ambigüedad).

C. Enunciados jurídicos incomprensibles

Al problema de la ambigüedad o la vaguedad de ciertos conceptos jurídicos -a veces necesaria, otras inevitable-, se une otro fenómeno que impacta aún más gravemente sobre la seguridad jurídica y que, a diferencia de aquellas, sí es totalmente innecesario y evitable: el problema de la incomprensibilidad u oscuridad de las normas jurídicas (o de los textos jurídicos en general), que deriva de un uso poco virtuoso tanto del lenguaje común y como del jurídico. Las normas incomprensibles o ininteligibles son aquellas que, debido a su redacción confusa o compleja, presentan dificultades significativas en su interpretación y aplicación, pues son difíciles de entender tanto para los ciudadanos comunes como para algunos operadores jurídicos. Estas pueden surgir por diversas razones, como el uso excesivo de tecnicismos, la falta de claridad en la redacción, la ausencia de definiciones precisas, el uso de términos anacrónicos, rebuscados, inusuales, en otro idioma, o de una estructura gramatical compleja.

El lenguaje jurídico utiliza con frecuencia términos arcaicos, expresiones añejas y formulismos que no pertenecen al lenguaje común. Son sedimentos seculares que se han venido depositando en el uso y perpetuando en la redacción de los textos, y que ya no son comprendidos o resultan extraños al ciudadano medio. El problema no reside, en su mayoría, en los términos que definen conceptos, sino en la utilización de expresiones, giros, fórmulas, latinismos, arcaísmos... que confieren a los textos un vuelo estilístico muy alejado del uso llano. La concentración de arcaísmos, unida a la longitud excesiva de los párrafos entre puntos, hace que el lenguaje jurídico tienda a ser pesado, farragoso, oscuro e incluso críptico (Muñoz Machado, 2017).

Muchos textos jurídicos resultan muy difíciles de entender pues la propia terminología jurídica, ya de por sí complicada, se combina en muchos casos con otros términos inusuales o inexistentes en el lenguaje formal (jergas o extranjerismos), con una sintaxis confusa, presencia (y abuso) de perífrasis, uso incorrecto de signos de puntuación,  errores gramaticales, párrafos muy extensos que concatenan sucesivas oraciones subordinadas y en los que se pierde la idea central, o una redacción demasiado densa que dificulta la inteligibilidad del texto y obligan al lector a volver sobre él más de una vez para poder comprenderlo, o, en la mayor parte de los casos, acudir a expertos que diluciden su significado.

Pero el problema de la incomprensibilidad no es sólo (ni siquiera mayoritariamente) de la creación normativa, sino de los actos de aplicación. Muchas resoluciones administrativas (lo mismo que muchas sentencias), se redactan de manera confusa o críptica. Las resoluciones formalistas - como las describe Atienza (2013)- se caracterizan, entre otras cosas, por el empleo de un lenguaje oscuro y evasivo (p. ej., utilización, sin necesidad, de términos «técnicos» o la omisión de indispensables referencias contextuales). Suelen estar redactada de manera que un lector culto, incluso un profesional del derecho, no la entienda, o al menos, no la entienda con facilidad.

Y ni que decir entonces del ciudadano medio. No es infrecuente que un ciudadano reciba una notificación escrita en un lenguaje del que solo reconoce el tono imperativo y terminante, sin que logre entender el sentido de la comunicación, los trámites a que tiene que someterse o los procedimientos de que dispone para reclamar o relacionarse con el órgano del que procede el escrito. Y, sin embargo, nunca deberían existir obstáculos lingüísticos para que el ciudadano comprenda los textos que le imponen obligaciones o le reconocen derechos, sean leyes, sentencias o resoluciones administrativas (Muñoz Machado, 2017).

3.2. La necesidad de un lenguaje jurídico claro.

Aunque el legislador se empeñe en definir meticulosamente los términos que emplea, solo puede mitigar en cierta medida su indeterminación, pero no eliminarla por completo. El lenguaje humano es inherentemente imperfecto y está sujeto a limitaciones. La imprecisión en el lenguaje es una consecuencia inevitable de nuestra incapacidad para expresar de manera absolutamente precisa las complejidades y sutilezas de la realidad en palabras. A medida que intentamos definir un término o una expresión, nos vemos obligados a utilizar otras palabras que, irremediablemente, también poseen cierto grado de indeterminación. Nos encontramos así en un ciclo aparentemente infinito de definiciones, donde cada palabra utilizada para definir otra tiene sus propias implicaciones y matices, lo que a su vez requiere más definiciones.

Por otro lado, en ocasiones, la existencia de conceptos jurídicos indeterminados resulta necesaria, sea para permitir adaptar las normas generales a situaciones particulares y complejas que no pueden ser previstas exhaustivamente por aquellas; para facilitar la capacidad de las autoridades de responder de manera eficiente a las necesidades cambiantes de la sociedad y abordar circunstancias específicas que no pueden estar cubiertas por una regulación exhaustiva; para considerar las circunstancias individuales de cada caso y aplicar criterios de equidad y sentido común, evitando resultados injustos o absurdos que podrían surgir de una aplicación rigurosa de la ley; o para fomentar la capacidad de las autoridades para tomar decisiones creativas y adoptar enfoques innovadores en la resolución de problemas.

No obstante, también es deseable y posible disminuir los efectos negativos que sobre la seguridad jurídica produce la indeterminación del lenguaje normativo a través de diferentes estrategias y enfoques como:

(i)                La inclusión en las normas o en los actos administrativos de definiciones precisas, recurriendo, de ser necesario, a la taxatividad o a la casuística allí donde resulte posible y conveniente, de manera que se reduzca la ambigüedad o la vaguedad regulatoria que pueda conducir a interpretaciones divergentes.

(ii)              La inserción de glosarios en los textos normativos. Los glosarios proporcionan definiciones concretas de los términos utilizados en una disposición normativa de manera que se garantice una comprensión uniforme de los conceptos contenidos en ella.

(iii)            Elaboración de guías de técnica normativa que permite elaborar las disposiciones jurídicas de manera homogénea y oriente sobre el lenguaje adecuado a utilizar de forma que aquellas puedan ser mejor comprendidas por los ciudadanos.

(iv)            Establecimiento de criterios y pautas interpretativas que ayuden a reducir la incertidumbre y la subjetividad en la interpretación de los textos normativos. Estos criterios pueden ser desarrollados en forma de manuales de procedimiento, guías, dictámenes, jurisprudencia, directrices administrativas u otros instrumentos que brinden orientación a los operadores jurídicos;

(v)              Reflejar, en la reconstrucción de esos conceptos, las relaciones lógicas que parece haber entre ellos, cuidando que el sistema de definiciones mantenga ciertas propiedades formales como son la coherencia y la economía (Nino, 2013).

En lo referente a la claridad de las normas y de los textos jurídicos en general, se debe destacar que esta constituye también una exigencia intrínseca de la seguridad jurídica. La efectividad del derecho depende no sólo de que se conozca, sino de que se entienda, particularmente por sus principales destinatarios: los ciudadanos. La ciudadanía tiene derecho a comprender, sin necesidad de un «traductor», las comunicaciones verbales o escritas de los profesionales del derecho. Un mal uso del lenguaje por parte de estos profesionales genera inseguridad jurídica e incide negativamente en la solución de los conflictos sociales.[5]

En la obra «El Estilo de la Justicia», dirigida por Santiago Muñoz Machado, aquí citado, se da cuenta de las proyecciones sobre la calidad lingüística de los textos jurídicos en diferentes países como Estados Unidos, Alemania, España, Francia e Italia, entre otros. Estas buscan desarrollar medidas conducentes, por un lado, a la mejora de la calidad y, sobre todo, claridad, previsibilidad y fácil comprensión de la legislación, y, por otro, la aprobación de planes, programas y normas destinadas a la mejora de la calidad lingüística de los textos judiciales y administrativos. Con el mismo objetivo se han desarrollado foros académicos[6] o interinstitucionales de carácter internacional[7] para promover el uso del lenguaje jurídico claro.

Entre las recomendaciones que se han formulado sobre comprensión y corrección lingüística de los textos jurídicos están:

(i)                Utilizar un lenguaje comprensible, evitando el uso de arcaísmos, latinismos o conceptos excesivamente técnicos o de muy difícil comprensión para los destinatarios de las normas. No se trata de renunciar al lenguaje jurídico específico (que es indispensable), sino de emplearlo de manera que resulte entendible para un ciudadano medio, traduciendo, si es preciso, su significado o sustituyendo expresiones poco usuales por otras que le resulten más habituales.

(ii)              La formulación ordenada, precisa y concisa de los hechos y de los fundamentos jurídicos en los escritos.

(iii)            La extensión de los párrafos debe ser razonable, evitando que sean excesivamente largos. Cada párrafo debe contener una sola unidad temática y la sucesión de esos debe seguir un hilo discursivo lógico.

(iv)            Evitar los párrafos de una sola oración, formados por concatenaciones de frases coordinadas y subordinadas, llenas de incisos poco relevantes, de dudosa necesidad y que dificultan de modo extremo la comprensión al lector.

(v)              El uso correcto de los signos de puntuación.

(vi)            Estandarizar las referencias de legislación y jurisprudencia.

4. Seguridad jurídica y publicidad de las normas

4.1. La publicación oficial de las normas como garantía formal de la seguridad jurídica.

En la formulación que hace la CRE del principio de seguridad jurídica en el art. 82, declara que éste se fundamenta en la existencia de normas jurídicas previas, claras, públicas; de lo que cabe concluir, entonces, que la publicidad de las normas es, por exigencia constitucional, un principio informador de todo el sistema jurídico y un presupuesto de su efectividad. Para que la norma escrita se aplique, para que permita u obligue, es necesario que se haga conocer a quienes va dirigida. Sin publicidad, el sistema jurídico sería completamente arbitrario, porque no puede válidamente exigirse lo que no se conoce (o no ha podido conocerse). Por tanto, se puede comprender fácilmente que la seguridad del entero ordenamiento jurídico depende de que el contenido de sus disposiciones sea dado a conocer a todas las personas que estén obligadas a su cumplimiento o que, de alguna forma, puedan resultar afectadas por sus efectos.

El principio según el cual la ignorancia de las leyes no excusa a persona alguna de su cumplimiento (art. 13 CC), sólo tiene sentido a partir de la posibilidad del conocimiento de las leyes. Este precepto no impone la obligación de que el derecho sea conocido, sino conocible. En otras palabras, la funcionalidad de este principio no es otra que garantizar la vigencia del derecho al afirmar el imperativo de que las normas deben realizarse con independencia de que los sujetos a quienes afectan tengan la voluntad de ignorarlas o la incapacidad de conocerlas. Pero, en cualquier caso, para que pueda ser exigible el cumplimiento debe existir, cuando menos, la presunción del conocimiento, lo que se asegura a través, precisamente, de la publicidad.

En el Ecuador las disposiciones jurídicas generales se publican ordinariamente en el Registro Oficial (R.O.), «órgano de difusión del Estado, adscrito administrativa y financieramente a la Corte Constitucional, según la Disposición Transitoria Décimo Segunda de la LOGJCC», según reza en su página web. Sin embargo, no existe claridad en el ordenamiento sobre los efectos jurídicos de la publicación en el R.O., excepto con respecto a la ley formal que, según el tenor del art. 6 del CC, «entrará en vigencia a partir de su promulgación en el Registro Oficial y por ende será obligatoria y se entenderá conocida de todos». Ello significa entonces que, al menos con respecto a la ley de origen parlamentario, la publicación en el R.O es requisito de su vigencia y, por tanto, de su exigibilidad. En el resto del ordenamiento jurídico no se determina, de manera explícita, los efectos de la publicación del resto de las disposiciones normativas (tratados, reglamentos).

No es infrecuente, sin embargo, ver en ciertas disposiciones generales (decretos ejecutivos, acuerdos ministeriales) la fórmula: «Este decreto/acuerdo entrará en vigor en la fecha de su expedición (o en la presente fecha, sin perjuicio de su publicación en el Registro Oficial». Con ello se da a entender que la publicación en el R.O. no tiene, para dichas disposiciones, efectos constitutivos; es decir, que no es una condición de su vigencia o eficacia formal, sino un trámite que cumple una mera función informativa para dar cumplimiento al requisito formal de la publicidad que sienta la presunción de conocimiento de la norma, como garantía de la seguridad jurídica, en los términos del art. 82 CRE.

Sobre esta situación entendemos que, estando ligada la seguridad jurídica a la obediencia (y aplicación) del derecho, y siendo la publicidad un presupuesto indispensable para poder exigir válidamente su cumplimiento, no quedaría sino concluir que, en cualquier caso y respecto de cualquier disposición jurídica de carácter general, la publicación es - y debe ser-, por la exigencia constitucional, la única forma por la cual entren en vigor las normas jurídicas. La simple expedición de una disposición normativa no puede ser suficiente para presumir su conocimiento y, por tanto, para que despliegue sus efectos; con lo cual, la fórmula general adoptada por las disposiciones antes mencionadas es contraria a la exigencia de publicidad del art. 82 CRE.

4.2. De la publicidad formal a la sustantiva: La difusión (ordenada) de las normas como garantía material de la seguridad jurídica

Con la publicación oficial se da cumplimiento, de manera formal, a la exigencia constitucional de publicidad de las normas como base de la seguridad jurídica, al sentar con ella la presunción de conocimiento del derecho. Ahora bien, si lo que se pretende es que la seguridad jurídica sea un principio real, esto es, que las disposiciones legales sean efectivamente conocidas y observadas por sus destinatarios, entonces, el  principio de publicidad normativa no debe ser entendido únicamente desde su aspecto formal como equivalente de la mera publicación (porque esta no es suficiente ni su configuración actual resulta eficaz); sino que debe ser considerado desde una perspectiva susceptible de mayor alcance y desarrollo como la difusión ordenada de las normas jurídicas, constituyéndose así en una verdadera garantía material de la seguridad jurídica.

En un contexto de hiperinflación regulatoria como el que vivimos, el desconocimiento del derecho es la regla, no la excepción. Ni los ciudadanos, ni muchas veces los propios juristas o expertos, están en posibilidad de acceder a un conocimiento cierto del ordenamiento jurídico. La situación actual de las publicaciones oficiales (no ya solo la del R.O., sino además la de los portales institucionales de los organismos públicos), muy abundantes, a veces incompletas y desordenadas, no garantiza certeza ni sobre el contenido real ni sobre la vigencia de las disposiciones jurídicas.

Ante este panorama, se hace preciso un redimensionamiento del principio de publicidad de las normas. Sentado que el conocimiento del derecho (o al menos el acceso a él) no se garantiza con la simple publicación oficial de las normas, es preciso considerar entonces que la exigencia constitucional de publicidad no puede entenderse limitada exclusivamente a la constatación de ese aspecto formal. El principio de publicidad debe adaptar su contenido a las nuevas circunstancias; tanto las que impone el concepto de Estado constitucional de derechos y justicia social, que requiere garantías reales y efectivas para el ejercicio de los derechos de los ciudadanos, como las derivadas del contexto de una sociedad digital, que posibilita –e igualmente exige– el empleo de las tecnologías de la información en función también de garantizar el ejercicio efectivo de los derechos y un mejor funcionamiento del Estado.

En ese sentido, la exigencia constitucional de publicidad de las normas como garantía de la seguridad jurídica debe interpretarse con un contenido más amplio que abarque no sólo el deber de la publicación oficial de las normas (componente formal); sino además la obligación estatal de asegurar su difusión ordenada (componente material) que garantice un más amplio y fácil acceso al conocimiento del derecho vigente; poniendo en función de ello las herramientas de las tecnologías de la información y la comunicación (TICs) y la inteligencia artificial (IA).

Y hablamos de difusión ordenada, no de cualquier difusión que termine –como ahora– provocando confusión. Esta actividad implica dos aspectos importantes: (i) una ordenación jurídica formal de la abundante producción normativa mediante el empleo de cualquiera de las técnicas de depuración y sistematización a las que nos referimos en epígrafes anteriores (codificaciones, consolidaciones) y su publicación oficial y (ii), una ordenación material en línea de las normas, también de carácter oficial, con herramientas de búsqueda avanzada que permitan su fácil localización.

El actual sistema de publicación normativa en el Ecuador no se adecua a los parámetros de publicidad sustantiva que sirva a la realización de la garantía de seguridad jurídica exigida por la Constitución. El R.O. se limita a publicar las normas tal y como son remitidas por los organismos emisores, pero sin otro tipo de tratamiento de la información (consolidación, ordenación por materias, por ente emisor, indicación sobre su actualización), ni herramientas de búsqueda avanzada que permita una fácil localización y consulta de la legislación vigente. Sólo se ordena por años –desde 2001– y un cuadro de búsqueda general por texto, en el que ni siquiera colocando el nombre exacto de la disposición normativa arroja un resultado preciso. Existen, eso sí, bases de datos privadas que ofrecen un servicio bastante completo, pero costoso.

Por otra parte, la difusión de las normas jurídicas en las páginas institucionales oficiales de los organismos resulta caótica. Las leyes sobre las materias de sus respectivas competencias casi siempre aparecen desactualizadas, e incluso ofrecen diferentes versiones de una misma norma general, por lo que el ciudadano no puede confiar en la información que se ofrece ni siquiera por el propio Estado sobre la vigencia de las normas. Tampoco puede fiarse de la autenticidad de su contenido, pues las publicaciones replican las producidas por las bases de datos privadas y, al no tratarse de publicaciones oficiales, estas pueden ser susceptibles de contener errores, omisiones o manipulaciones que pueden resultar determinantes en la incorrecta aplicación del ordenamiento jurídico.[8]

En un contexto en que la seguridad jurídica se ve amenazada por la creciente hiperinflación regulatoria, resulta insoslayable que el Estado adopte medidas conducentes a garantizar, tanto a los operadores jurídicos como a la ciudadanía en general, mediante una difusión ordenada de todo el universo normativo, el acceso al conocimiento fácil, seguro y gratuito del derecho positivo, de manera que la «certeza» y la «previsibilidad» no sean conceptos vacíos, sino que tengan un contenido sustantivo y garantías de realización eficaz. El empleo de las tecnologías de la información en función de ello es un imperativo para el Estado.  Estas ofrecen una multiplicidad de oportunidades de mejora en la publicación, ordenación y la difusión de las normas a través de técnicas y procedimientos avanzados que pueden utilizarse en función de estos fines, -p.ej., la minería de texto, el procesamiento del lenguaje natural (NLP) o el aprendizaje automático (ML)-. Con estas y otras técnicas pertinentes es posible crear una base de datos completa de toda la legislación vigente que se puede indexar y permitir la localización de la información mediante herramientas de búsqueda avanzada. La base de datos también se puede utilizar para realizar un seguimiento de los cambios en la legislación a lo largo del tiempo, de modo que los ciudadanos puedan ver si una disposición en particular está vigente o no.

Además, para superar la incertidumbre y el caos que ha generado la difusión descontrolada de las normas, incluso por las propias instituciones públicas, resulta imprescindible la integración de toda la legislación en una única base de datos en línea –siguiendo la experiencia de otros países[9]. Esta base de datos (que bien pudiera ser el propio R.O. mejorado) debe ser gestionada por una institución única, que sería la encargada de brindar el servicio de búsqueda en línea de la legislación oficial. De esta manera, el ciudadano- usuario tendrá la garantía de certeza tanto de la vigencia como de la autenticidad del contenido de la norma consultada, lo que sin dudas permitirá disminuir el nivel de inseguridad jurídica provocado por el sistema actual.

Se trata, en definitiva, de una función que debe ser asumida por el Estado como un servicio público, con independencia de la concurrencia de la iniciativa privada; y debe tener, además, carácter gratuito. Primero, porque la seguridad jurídica es un derecho del ciudadano que requiere de un contenido material del que hoy carece debido al difícil acceso a una legislación coherente y ordenada y, segundo, porque resulta necesario eliminar la desigualdad que se produce en el ejercicio de este derecho entre quienes sí pueden permitirse pagar los altos precios impuestos por la comercialización privada de las bases de datos jurídicas y los ciudadanos que no pueden costeárselo. Se trata de un contexto sociopolítico en el que es preciso proteger al ciudadano desde las instituciones públicas haciendo uso de los avances tecnológicos; los esfuerzos realizados en este sentido nunca resultarán costosos, pues es mayor el coste económico y social de un «ordenamiento desordenado» (Jerez Delgado, 2005).

CONCLUSIONES

La seguridad jurídica, entendida como la claridad, previsibilidad y certeza del derecho, constituye un pilar esencial del Estado de Derecho, cuyo rol va más allá de la simple protección contra la arbitrariedad. Su importancia radica en la capacidad de establecer un orden jurídico coherente, sólido y estable que garantice a los ciudadanos, dentro de él, el ejercicio de sus derechos, sus libertades y sus proyectos de vida.  Este principio no solo facilita la interacción social, sino que también es vital en la promoción de la justicia, el desarrollo económico y la paz social. Sin embargo, su realización práctica revela ciertas falencias significativas que comprometen su efectividad y erosionan la confianza pública en el derecho. Entre estas, destacan, la sobreproducción de normas, la inestabilidad de las regulaciones, la falta de claridad en el lenguaje jurídico o la publicación desordenada de la legislación, que dificulta el acceso al conocimiento del derecho vigente.

Por otro lado, las soluciones propuestas para enfrentar estos desafíos que presenta la vigencia del principio de seguridad jurídica como la depuración y ordenación de las normas, la mejora de la regulación, el uso de la legislación provisional, representan pasos importantes hacia la reafirmación de la seguridad jurídica. La depuración normativa y la consolidación de la legislación y su ordenación en línea mediante bases de datos públicas con carácter oficial buscan, por ejemplo, simplificar y organizar el ordenamiento jurídico, facilitando su conocimiento y aplicación. La mejora regulatoria a través de la EIR emerge como una herramienta crucial para la anticipación y mitigación de los efectos negativos de la regulación, promoviendo normativas más eficientes y alineadas con las necesidades sociales. La legislación provisional -incluyendo los sandbox regulatorios- permite una adaptación más dinámica y efectiva del derecho a las realidades cambiantes. Por la promoción de un lenguaje jurídico claro, que posibilite la comprensión de las normas y los actos jurídicos en general por sus destinatarios, es una garantía importante de la eficacia del derecho y con ello, de la seguridad del sistema jurídico. Aunque las soluciones propuestas presentan vías prometedoras para fortalecer el principio de seguridad jurídica, su efectividad requiere un compromiso sostenido de los actores políticos y los operadores jurídicos, así como una participación activa de la sociedad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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[1] Doctor en Ciencias Jurídicas y Políticas por la Universidad de la Habana; https://orcid.org/0000-0002-1967-9530; benjamin.marchecoa@ug.edu.ec

[2] Podría mencionarse como ejemplo, en el caso de Ecuador, las bases de datos Lexis o Fielweb, de titularidad privada, que comprenden todo el acervo normativo nacional y regional, con versiones consolidadas y de actualización inmediata y con sencillas y avanzadas herramientas de búsqueda. El acceso, sin embargo, es limitado, por el alto costo de suscripción.

[3] «La alta vaguedad de la expresión ‘otras actividades productivas’ -dice- permite que sea la autoridad ambiental quien defina absolutamente este concepto y establezca los límites que considere para la protección de los derechos del manglar… La norma impugnada, por su indeterminación, al no definir cuáles serán las otras actividades productivas deja de tener certeza.»

[4] Art. 204: «En casos concretos, cuando el número de personas interesadas o la complejidad del asunto exija un plazo superior para resolver, se puede ampliar el plazo hasta dos meses».

[5] Recomendaciones de la Comisión de Modernización del Lenguaje Jurídico, constituida por iniciativa del Ministerio de Justicia de España, 2011.

[6] Por ejemplo: el VIII Congreso Internacional de la Lengua Española (CILE, 2019), organizado por el Instituto Cervantes y celebrado en Córdoba, Argentina.

[7] Véase, p.ej., el Protocolo para estructura y redacción de sentencias y otras recomendaciones sobre lenguaje y comprensión de las actuaciones judiciales, aprobado en la XIX Cumbre Judicial Iberoamericana, celebrada en Ecuador.

[8] Sirva como ejemplo la acusación formulada en 2019 contra el ex Superintendente de Comunicación por presuntamente haber manipulado un inciso de la Ley de Comunicación.

[9] Estados Unidos (http://www.house.gov/), Francia (https://www.legifrance.gouv.fr/), Italia (https://www.normattiva.it/), Suiza (https://www.admin.ch/gov/de/start.html), España (https://www.boe.es/), Reino Unido (https://www.legislation.gov.uk/ukpga).